fichas de lectura para que completen los dias
se le va a leer algunos días y si el niño no entendió en clases por favor leer por que hay palabras inapropiadas
MATERIAL DE LECTURA: CONCURSO INTERNO DE DEPORTES “LEYENDO LA JUGADA”
1. Cuando me gustaba el fútbol / Raúl Pérez Torres
http://www.flacsoandes.edu.ec/libros/104661-opac
Yo
bajaba con Oswaldo por la Avenida América, rodando la pelota con pases largos
de vereda a vereda, cuando mamá salió a la ventana de la casa y me llamó a
gritos. Me paré en seco mirando cómo la pelota se iba solita, sin nadie que la
detuviera, que la acariciara, como lo hacía yo con mis zapatos de cauchos
ennegrecidos y rotos. Oswaldo estupefacto por un momento, corrió luego tras
ella y yo regresé donde mamá, limpiándome las manos en el pantalón. Mi vieja,
enfadada y marchita, llena de grandes surcos sus mejillas, me habló de la misma
manera que hablan todas las madres pobres, me recriminó mi suciedad, mi vagancia
y ese juego maldito que destruía mis zapatos y dejaba mi ropa "hecho
sendales". Luego llevándome al comedor me dijo "desclava ese cuadro
de la pared y límpialo porque debes ir a empeñarlo". Me dediqué por entero
a esta labor y Oswaldo me ayudaba, tratando de sacarle el mejor brillo con el
trapo que utilizaba mamá para limpiar los cubiertos (que casi siempre estaban
limpios). Era un cuadro plateado de la Divina Cena tallado a mano.
Despreciaba
ese cuadro, siempre lo había mirado desde mi silla con esa muerta benevolencia
que no servía para nada, con el tipo de barbas largas sentado en la mitad de
una mesa enorme y los doce más mirando nuestro almuerzo de caras macilentas y
sopa de fideo. Oswaldo me dijo: "hay que jalarle las barbas a éste" y
yo me reí buscando en su actitud esa sombra protectora de la amistad, pero
luego me puse triste y con ganas de decir puta madre, porque me daba pena ver
cómo poco a poco nos íbamos quedando sin nada, primero el radio, luego la
vajilla que le regalaron a Micaela cuando se casó, el despertador de Julia, el
abrigo que Manolo heredó de papá, el prendedor que le regaló el tío Alonso a
mamá cuando regresó de España, los libros de medicina de cuando el ñaño
estudiaba y así todo, y también estaba eso de que podía verme Gabriela en el
momento de entrar a la casa de empeño de don Carlos, como ya me había visto
otras veces. Por eso y por mucho más estaba triste. Pero Oswaldo me dijo que me
acompañaría y además recordé que el cuadro no me gustaba y que ahora podría
comer en paz, mirando las paredes vacías y las telas de araña que siempre me
produjeron una extraña fascinación. Guardamos la pelota en la red que Micaela
tejió cuando estaba en cinta y bajamos a lo de don Carlos. Quedaba en el primer
piso de la casa de Gabriela, había que atravesar un zaguán largo y embaldosado.
Yo procuraba no topar las baldosas negras y caminaba en puntillas. Siempre que
no tocaba las baldosas negras don Carlos me recibía afectuosamente y decía:
"veamos, veamos, qué me traes ahora condenado" .Al final habían dos
puertas cerradas y despintadas, con mucha mugre, y manoseo, con el timbre a un
lado (todas las veces que tocaba ese timbre me daban ganas de orinar), se abría
sigilosamente una puerta corrediza pequeña y unos ojos chiquitos sin luz,
escudriñaban a los lados de mi rostro, sin fijarse en mí, hasta que finalmente
me miraba y decía con voz gangosa: "veamos, veamos, qué me traes ahora
condenado". Estiré el paquete y don Carlos preguntó:"¿qué es
esto?", a la vez que abría el envoltorio con sus manos amarillas y
temblorosas. Me desentendí del asunto y me puse a mirar tras suyo todo lo que
mis ojos podían ver: medallones empolvados, chalinas de diferentes colores,
radios, libros, máquinas de coser y de escribir, dos o tres biblias de enorme
tamaño, un cofre de hueso, cobijas, un estuche de cuero, una espada, un título
de abogado con marco de madera tallado, ternos de hombre, abrigos, todo
ordenado y pegado con un papelito blanco. Pero el cuarto lleno de humo no me
dejaba ver más allá, donde una bruma espesa se extendía como borrándolo, como
debe ser la entrada al infierno, hasta que su voz ronca sonó en mi oído como
cuerno y dijo; "esto no sirve, es pura lata" .Volví mi cabeza
desamparada hacia Oswaldo que estaba escondido inclinado tras la puerta y él me
hizo una seña impaciente frunciendo las cejas y agitando las manos, indicándome
que insista, entonces yo mientras bailoteaba desesperadamente en mi puesto,
frotándome las piernas, le dije: "es nuevo, el tío nos trajo de
Roma". Don Carlos pasaba el dedo por los apóstoles y mascullaba algo entre
dientes, luego prendió un foco y se iluminó el cuarto con miles de reflejos
dorados que por simple coincidencia venían a estrellarse contra mis ojos, al
rato dijo: "cuánto", yo respondí: "cien, mamá lo sacará a fin de
mes". Don Carlos lanzó una risotada y gritó: "ni comprado, ni que
estuvieran vivos". Tragué saliva y respondí: "cuánto ofrece" y
me sentí como esas mujeres que vendían verduras en el mercado del barrio. Don
Carlos fue a su escritorio y sacó dos billetes de a veinte, diciéndome:
"toma esto condenado para que no te vayas con las manos vacías, firma
aquí" y me señaló el libro azul con la pasta rota. Firmé y recogí los dos
papeles y sentí un profundo resentimiento con mamá, con Oswaldo, con don Carlos
y con esos viejos plateados de la Divina Cena. Cuando me retiraba, don Carlos
me gritó: "espera la contraseña" y me lanzó un recibo que lo doblé y
guardé en el bolsillo de la camisa junto con los billetes, pensando en que ya
teníamos para otro día de comida. Antes de salir pedí a Oswaldo que saliera
primero y me avisara si Gabriela estaba en la ventana. Oswaldo salió alegre,
pateando la pelota y luego me hizo unas señas que yo no entendí bien.
Cuando
salí, la voz inconfundible de Gabriela me gritó: ''Chino", pero yo
acalambrado hasta los talones me lancé contra Oswaldo, le quité la pelota y
corrí con todas mis fuerzas. En la esquina de la Panamá cambié un billete y
compré un helado y dos delicados. Allí le esperé a Oswaldo, pero no apareció;
entonces empecé a subir a la casa pateando las piedras y aplastando las pepitas
de capulí que encontraba en la calle, ese sonido me producía una dulce
satisfacción en las plantas de los pies y en el oído. Cerca de la casa me
encontré con la jorga del flaco Daría, todos estaban en rueda, tecniqueando con
una cáscara de naranja. Me quedé viéndoles hasta que se acercó el Chivolo Sáenz
y me dijo: "Chino, juguemos un partidito", yo me iba a negar pensando
en que mamá me estaría esperando para tomar café y comprar la leche de la
mamadera del hijo de Micaela, pero el flaco vino por atrás y me hizo soltar la
pelota, así que decidí irme con ellos diciéndome: "qué carajo, que
esperen". Había una canchita frente a la Escuela Espejo. Allí jugaba yo
siempre al salir de la escuela, en el tiempo en que asistía, pero desde que
murió papá ya no volví porque mamá me dijo que era preciso que la acompañara,
que se sentía muy sola y triste y que yo era su único halago, pero ahora sé que
no fue por eso, sino que necesitaba a alguien a quien insultar, a quien mandar
a los empeños, a quien enviar a la tienda a fiar el pan de la tarde. Pero en la
cancha me olvidaba de todo y le daba a la pelota más que ninguno, tal vez sólo
por eso gozaba de un pequeñí simo respeto, como ahora en que el flaco me decía:
"Chino, haz vos el partido" y yo meditaba, me daba aires, miraba a
todos, uno por uno, y decía serio: "vos Chivolo acá, vos Patitas
allá". Ellos metieron el primer gol. Nos sacamos las camisetas y entonces
sí se distinguía más. Yo me entendía bien con Perico pero más con Oswaldo,
lástima que Oswaldo no estuviera porque si no era goleada. De todas maneras
ganamos un partido y suspendimos el otro porque casi ya no se veía y decidimos
pararlo para continuar al otro día. Cuando fui a ponerme la camisa, ésta había
desaparecido. Comencé a buscarla primero con una risa nerviosa, luego
angustiado y luego con lágrimas en los ojos, pero la camisa nada. Todos
empezaron a abandonarme. Se me abrió un abismo oscuro, largo, de donde salía
mamá, Micaela, su hijo, Oswaldo, papá, el profesor, los zapatos de caucho, don
Carlos, Gabriela, los apóstoles. Seguí buscando por horas, debajo de las
piedras con las que señalábamos el gol, tras de los árboles, bajo las yerbas,
fui a la tienda y rogué que me prestaran una esperma y seguí buscando, con el
dorso desnudo, empapado en lágrimas, tras de las matas de chilca, en el tapial,
al otro lado de la cancha. Ya muy entrada la noche, desolado y vencido, lleno
de frío y miedo me dije: "bueno, Chino, que mierda" y me llené de
tristeza. De la misma tristeza que tenía mamá cuando perdió a papá. Ahora estoy
en la estación esperando que pase Oswaldo y el negro Bejarano a ver si nos
vamos a Guayaquil para embarcarnos.
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